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PROFESOR MAIK CIVEIRA & LA ALIANZA FRIKI ANTIFASCISTA

jueves, 8 de noviembre de 2018

¿Cuándo nació la ciencia ficción?


Una de las discusiones más apasionantes y menos concluyentes entre quienes se dedican al estudio de la ciencia ficción es cuándo surgió este género (la única más apasionante y menos concluyente es qué lo define). Muchas respuestas se han propuesto sobre el asunto, pero lo cierto es que no es posible llegar a un consenso. Sin embargo, plantear una más se antoja divertido para quien esto escribe, y además podría resultar interesante a ilustrativo para quien esto lea.

Creo que la búsqueda de la primer obra de ciencia ficción es absurda porque los géneros narrativos, las escuelas estéticas o las corrientes de pensamiento por lo general no nacen de la nada. Los seres humanos vamos construyendo, como si de bloques de Lego se tratara, con las piezas culturales de las sociedades a las que pertenecemos, y acaso los más brillantes o más afortunados de nosotros aportarán nuevas piezas de su propia autoría.

Nuestras creaciones culturales van evolucionando poco a poco y llevan bastante tiempo existiendo para cuando alguien se percata y dice “¡epa, miren eso de allí!”.  Es decir, antes de que Hugo Gernsback inventara el término science fiction en la década de 1920, e incluso antes de que los trabajos de Julio Verne y H.G. Welles recibieran el nombre de scientific romance en la Era Victoriana, obras que podemos considerar inequívocamente como trabajos de ciencia ficción habían existido desde hacía mucho.

¿Qué tanto? Bueno, es aquí donde empiezan los problemas, ¿no? Hay quien quiere encontrar antecedentes de la ciencia ficción en obras tan antiguas como la literatura épica y mitológica de diversas civilizaciones, tales como El poema de Gilgamesh, La Odisea, El Ramayana, El cuento del cortador de bambú, Las mil y una noches o incluso el Antiguo Testamento. Esto es porque este tipo de obras presentan ciertos elementos que luego serían comunes en la ciencia ficción, tales como escenarios apocalípticos, viajes a otros planetas (o visitas de seres extraterrestres) o máquinas imposibles.

Carro volador en el Ramayana

Sin embargo, no podemos considerar estas obras ciencia ficción porque falta un ingrediente fundamental: la ciencia. Todos esos elementos maravillosos mencionados se explican por la magia, la intervención de criaturas sobrenaturales como ángeles y demonios, o los poderes divinos, en los que creían tanto los autores como oyentes de las obras en cuestión.

Una obra a menudo citada como “la primera” de ciencia ficción es La verdadera historia de Luciano de Samosata, escrita en siglo II. En ella se narran los viajes de una nave y su tripulación hacia la Luna, y cómo se ven atrapados en una guerra interplanetaria entre la Luna y el Sol por la colonización de Venus. La novela está llena de motivos típicos del género, no sólo el viaje espacial, sino la descripción de vida alienígena y de tecnología imposible.

En mi opinión La verdadera historia es un buen antecedente, pero sigue sin ser ciencia ficción tal cual. En realidad Luciano pretendía hacer una gran sátira de las historias de viajes tan populares en su época, y por eso recurre a la exageración y a la farsa. No hay un intento serio por especular sobre la vida en otros planetas o los alcances de la tecnología humana.

El mar eleva a nuestros viajeros al cielo, en La verdadera historia

Los viajes al espacio (principalmente a la Luna), son un tema que aparece con cierta recurrencia en la literatura universal. Pero no se puede hablar de ciencia ficción si esos viajes se realizaban por medios mágicos para transportar a un héroe a donde pudiera tener aventuras románticas (como en el Orlando furioso de Ludovico Ariosto, siglo XVI) o hacer una bonita sátira de la sociedad de su época.

Todas esas obras forman parte de la prehistoria de la ciencia ficción, pero aun no pertenecen al género. ¿Qué es lo que hacía falta? Dejaré que Jorge Luis Borges responda por mí, con este fragmento de su prólogo a las Crónicas marcianas de Ray Bradbury:

En el segundo siglo de nuestra era, Luciano de Samosata compuso una Historia verídica, que encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los ojos, beben zumo de aire o aire exprimido.
A principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos. En el siglo XVII, Kepler redactó un Somnium Astronomicum, que finge ser la transcripción de un libro leído en un sueño, cuyas páginas prolijamente revelan la conformación y los hábitos de las serpientes de la Luna, que durante los ardores del día se guarecen en profundas cavernas y salen al atardecer.
Entre el primero y el segundo de estos viajes imaginarios hay mil trescientos años y entre el segundo, y el tercero, unos cien; los dos primeros son, sin embargo, invenciones irresponsables y libres y el tercero está como entorpecido por un afán de verosimilitud. La razón es rara. Para Luciano y para Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible, como los cisnes de plumaje negro para el latino; para Kepler, ya era una posibilidad, como para nosotros.
El viaje interplanetario, uno de los temas por excelencia de la ciencia ficción, era sólo una fantasía para autores como Luciano o Ariosto, pero una posibilidad científica para Johannes Kepler. Quien por cierto, fue uno de los más grandes astrónomos de la historia y entre otras cosas demostró que el modelo heliocéntrico de Copérnico es verdadero (con el detalle de que las órbitas de los planetas no son redondas, sino elípticas).

El viaje a la luna en Orlando furioso

Y he aquí el meollo del asunto, lo que quiero mostrar: que no hay ciencia ficción sin ciencia.

La ciencia moderna nace con la Revolución Científica, entre los siglos XVI y XVII, una serie de grandes descubrimientos y avances científicos y tecnológicos, de la mano de personajes como Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, William Harvey, René Descartes, Blaise Pascal y, por supuestísimo, Isaac Newton. La Revolución Científica significó, además, un cambio profundo en la cosmovisión de Occidente, incluyendo el naturalismo (todo tiene explicaciones naturales; no se necesita recurrir a agentes sobrenaturales), el realismo (existe la realidad, independientemente del sujeto que la observa, y ésta es cognoscible), la matematización de las ciencias, el establecimiento del método experimental, la ruptura con la epistemología escolástica, y un grandioso etcétera.

Creo que sólo entonces, cuando surge la ciencia, podemos hablar de ciencia ficción, o como se ha dicho que es la forma más correcta de traducir el concepto, ficción científica. Algunos de los protagonistas de la Revolución Científica escribieron ficción especulativa. Está el ya mencionado Somnium Astronomicum de Kepler (1634), pero hay otras.

Francis Bacon es el padre del método inductivo y un verdadero mártir de la ciencia. Murió a causa de una neumonía que le dio por demostrar que la carne puede mantenerse en buen estado por más tiempo si se congela. Además, escribió una de las primeras novelas que podemos decir sin temor a equivocarnos que se trata de ciencia ficción: La Nueva Atlántida (1626).

Se trata de una utopía, un tipo de obra muy común en los siglos de optimismo humanista entre el Renacimiento y la Ilustración. Pero hay una enorme diferencia entre la utopía de Bacon y toda la tradición utópica anterior entre Platón y Tomás Moro. Los habitantes de la imaginaria isla de Bensalem no sólo tienen buenas leyes, un buen gobierno y buenas costumbres, además de condiciones naturales generosas. La sociedad perfecta se construye con ayuda de la ciencia y la tecnología, que se ponen al servicio del bienestar humano: desde máquinas voladoras hasta teléfonos, desde novedades en la agronomía hasta refrigeradores. Bacon visualizó una sociedad próspera, justa y pacífica construida gracias a la aplicación de la ciencia.

La Nueva Atlántida de Bacon

Entre los siglos de la Revolución Científica y de la Ilustración proliferaron las obras que podríamos clasificar como ciencia ficción, incluyendo algunos frutos de las más brillantes mentes científicas y filosóficas de su época: The Man in the Moone de Francis Godwin (1638),  Historia cómica de los estados e imperios de la luna de Cyrano de Bergerac, (1657), The Blazing World de Margaret Cavendish (1666), Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift (1726), Astronomia de Anders Celsius (1735), Micromegas de Voltaire (1752). Todos estos trabajos tienen en común que, aunque se traten de ensoñaciones utópicas o satíricas, sus autores estaban informados del conocimiento científico de su época (cuando no ellos mismos habían contribuido a formarlo).

¿Y en México? La primera obra de ciencia ficción escrita en este continente no sólo es mexicana, sino yucateca: Sizigias y cuadraturas lunares. Es creación del franciscano Fray Manuel Antonio de Rivas y data de 1775. La historia trata de un viaje a la Luna e incluye información astronómica acorde con los conocimientos científicos de la época. Su autor fue condenado por herejía por la Inquisición, y la obra se perdió hasta ser redescubierta en 1958.

En fin, no pretendo, pues me parece imposible, nombrar la primera obra de ciencia ficción, sino señalar que, si bien hay antecedentes antiguos, fue en los siglos de la Revolución Científica en que el género surgió como tal.

El resto es historia; en el siglo XIX terminaría definiéndose gracias a una nueva revolución: la Industrial. Una de las grandes pioneras es Mary Shelley. Su Frankenstein, de 1818, es la historia quintaesencial que advierte sobre las peligros de la ciencia (en contraste con el optimismo científico de los siglos anteriores); y la menos conocida pero igualmente magistral El último hombre, de 1826, se sitúa en el futuro y habla de la lenta extinción de la humanidad.

Ilustración original de Frankenstein

Edgar Allan Poe fue otro de los autores que ayudó a consolidar la ciencia ficción, con obras como Las aventuras de un tal Hans Pfaall (1835) que narra un viaje a la luna en globo y que en un principio fue publicado como una crónica real.

La segunda mitad del XIX fue pródigo en autores de ciencia ficción, aunque los más conocidos fueron Julio Verne y HG Welles, verdaderos especialistas del género (y ambos grandes admiradores de Poe). Las primeras décadas del siglo XX fueron la era del pulp, las publicaciones de baja calidad en las que la aventura y el asombro pesaban más que la ciencia.

La Era Dorada del género se da a mediados del siglo, especialmente durante de la década de los 50; los autores más reverenciados publicaron por esos años, y sus preocupaciones son de índole científica, pero siempre a la sombra de la Guerra Fría y la bomba atómica. Luego viene la Nueva Ola, influida por la contracultura de los 60 y 70, e interesada más en cuestiones sociales que científicas o tecnológicas.

Las crisis económicas y el aumento de la violencia a finales de los 70 acabaron con el optimismo. El cyberpunk de los 80 y 90 nos habla de futuros sombríos en los que la tecnología nos deshumaniza. A principios del siglo XXI se da una curiosa reacción nostálgica: el retrofuturismo quiere recrear las visiones de escritores de tiempos pasados, en especial de la Era Victoriana, pero también del pulp y de la Edad Dorada.

Ciencia ficción, desde el siglo XIX hasta el retrofuturismo

Hoy en día se anuncia un renacimiento de la buena ciencia ficción, no sólo en la literatura, sino también en el cine y otros medios. Ayuda que este género, considerado durante décadas (si no siglos), como una forma menor de literatura sin más valor que el de la evasión (o quizá algo de divulgación didáctica), ahora es tomado con la seriedad y el respeto que merece.

Sin duda se viven tiempos interesantes para este viejo género, herencia de la Revolución Científica, espejo oscuro o brillante de la civilización moderna, quizá tan antiguo como la narrativa misma, pero siempre tan fresco como el mañana.


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